Me detengo en cada esquina y te miro, se que no estás, pero puedo verte.
Creí que soñarte era suficiente, en cualquier lugar podía escapar de esta vida en blanco y negro, de las tardes grises y a la falta de sol; con solo cerrar mis ojos abría mi vida hacia un mundo de fantasía que nos pertenecía: a mi y a vos. Tu aroma imaginario me calaba las costillas y reconfortaba mi corazón.
Y repetía que eso me tenía que conformar, porque no hacía falta que vos estés... si de todas formas ya estabas en mi. Quería (quiero) que eso sea suficiente, que caminar por aquellos paisajes creados en mi mente me basten.
Pero no, ahí está el problema de los sueños: que uno se empeña en querer hacerlos realidad.
Y es inútil, porque en esta realidad vos no me perteneces.
Y de repente me doy cuenta que no me puedo mentir, no puedo cubrir mi corazón con un traje de valkiria porque eso no hace que te ame menos. De la misma forma que no puedo convencer a mi mente para que no te extrañe.
Ahí está, la grieta que mi espíritu se niega a admitir, le denegó el acceso e intentó cubrirla con pavimento, pero poco a poco las piedras van saliendo y se deja ver.
Mi imaginación es insuficiente, muestra una realidad mentirosa, sin colores ni contornos... ni sonidos.
No importa cuánto te piense en las noches, o las veces que me levante imaginando tu sonrisa, no importa que las tardes pasen delante de mi de forma borrosa, o que esquive cada recuerdo.
Todos los días es igual, me siento frente al reloj y miro pasar los minutos como si fueran niños pobres, sucios, desfilando hacia quién sabe donde. Minutos que se pierden en el banco el tiempo y que poco a poco se amontonan esperando que un mendigo o alguna alma solidaria haga algo con ellos.
Y que paradójico, el tiempo se ha convertido en mi mejor analgésico: es a la vez mi aliado y mi enemigo. Me hace bien y me hace mal, porque:
Cada minuto que pasa es un minuto que no te tengo, pero también un minuto menos que falta para verte.
Creí que soñarte era suficiente, en cualquier lugar podía escapar de esta vida en blanco y negro, de las tardes grises y a la falta de sol; con solo cerrar mis ojos abría mi vida hacia un mundo de fantasía que nos pertenecía: a mi y a vos. Tu aroma imaginario me calaba las costillas y reconfortaba mi corazón.
Y repetía que eso me tenía que conformar, porque no hacía falta que vos estés... si de todas formas ya estabas en mi. Quería (quiero) que eso sea suficiente, que caminar por aquellos paisajes creados en mi mente me basten.
Pero no, ahí está el problema de los sueños: que uno se empeña en querer hacerlos realidad.
Y es inútil, porque en esta realidad vos no me perteneces.
Y de repente me doy cuenta que no me puedo mentir, no puedo cubrir mi corazón con un traje de valkiria porque eso no hace que te ame menos. De la misma forma que no puedo convencer a mi mente para que no te extrañe.
Ahí está, la grieta que mi espíritu se niega a admitir, le denegó el acceso e intentó cubrirla con pavimento, pero poco a poco las piedras van saliendo y se deja ver.
Mi imaginación es insuficiente, muestra una realidad mentirosa, sin colores ni contornos... ni sonidos.
No importa cuánto te piense en las noches, o las veces que me levante imaginando tu sonrisa, no importa que las tardes pasen delante de mi de forma borrosa, o que esquive cada recuerdo.
Todos los días es igual, me siento frente al reloj y miro pasar los minutos como si fueran niños pobres, sucios, desfilando hacia quién sabe donde. Minutos que se pierden en el banco el tiempo y que poco a poco se amontonan esperando que un mendigo o alguna alma solidaria haga algo con ellos.
Y que paradójico, el tiempo se ha convertido en mi mejor analgésico: es a la vez mi aliado y mi enemigo. Me hace bien y me hace mal, porque:
Cada minuto que pasa es un minuto que no te tengo, pero también un minuto menos que falta para verte.